El geek, el usuario máximo de internet, ese ser que dedica más de una cuarta parte de sus horas de vigilia a sentarse ante el ordenador y alimentar su síndrome del colon irritable, ya lo ha visto todo. Tetas, gorditas, pelirrojas, lésbico, asiáticas, negras, facial, anal, amateur... Al cabo del tiempo se insensibiliza. Necesita material cada vez más fuerte para que se le levante. Pasa así al territorio de lo bizarro. Descubre sus primeros fetichismos, tontea con la dominación, el bondage y el sadomaso. Ahí comienza a asociar violencia con sexo. Más tarde ya no se trata sólo de azotes o sexo oral bruto, necesita ver agresiones que rocen la frontera de lo auténtico: chicas atragantándose, heridas sangrantes, lágrimas, bofetadas.
¿Y qué viene después, cuando esta etapa llega de nuevo a la fase de la insensibilización?
Después nada. Después el vacío. El internauta en su cuarto, con el pestillo echado, la luz artificial de la pantalla bañando su rostro, los pantalones bajados, el kleenex desplegado sobre la mesa, la mano rodeando el miembro fláccido, descubriendo que aquello, lo más bruto, tampoco le puede consolar ya.
¿Y después?
Después llegan las camwhores.
Del inglés: cam, abreviatura de "camera", cámara; whore: puta. Putas de las cámaras. Término en realidad inapropiado si se le toma por el lado de las prostitutas, ya que aquellas que solemos llamar camwhores no ven jamás un duro.
¿Por qué hay material de camwhores fluyendo por Internet? Por devoción y por traición.
Por devoción se fotografían y se graban para un público, ya sea individual o colectivo. Por devoción regalan el espectáculo de su belleza a la audiencia de foros, o al contacto nocturno de messenger que se muestra lo suficientemente seductor, respetuoso y confiado en sí mismo como para resultar un ejemplar macho interesante. Graban sus sesiones masturbatorias o sus contoneos a ritmo de gangsta rap con el pestillo echado y cuando no hay nadie en casa, o todos están durmiendo. Se fotografían en contrapicados puramente fotologeros. Sonríen a cámara, hacen como que no, ponen mohines, tuercen el morro y miran de medio lado. Nos dejan ver sus enormes y preciosos ojos. Son putas de las que lo disfrutan. Disfrutan siendo el centro de atención, recibiendo halagos o sabiendo que la persona al otro lado se excita y enamora a partes iguales y apenas distinguibles.
¿Pero qué sucede cuando la relación con el macho interesante se acaba por el motivo que sea? Si alguna vez decidís (aunque no es algo que se decida) ser camwhores, hacedme caso: sedlo directamente para una audiencia global, sin tapujos, tened el control desde el principio. Cuando el macho deja de ser seductor, confiado en si mismo y, sobre todo, resputuoso, no le supone ni un cosquilleo en la conciencia el lanzar a los cuatro vientos todo el material que guardó en su disco duro a lo largo de tantas noches, fotos y videos que fueron sólo tomadas para sus ojos.
- Esto no lo vayas a enseñar a nadie, ¿eh? Te mato. Qué vergüenza.
- No, no, claro...
Cuando el contacto cesa, el compromiso desaparece. Todo se difunde y, si eres bella, encantadora e imaginativa, acabas siendo el sueño de media internet.
El ciberadicto, ese ser socialmente minusválido, ya lo ha visto todo, ha cubierto suficientemente su demanda de semen, gritos, carne y palabras sucias. Pero hay una carencia que aun no ha cubierto: la sentimental. Las camwhores son chicas de las que te podrías enamorar. No puedes enamorarte de Jeena Jameson sobre plataformas y pidiendo más a gritos con su, qué casualidad, larga melena rubia, mientras le penetran dos hombres por sendos extremos. Las camwhores son chicas que podrías ver por la calle. Son las chicas de tu clase, de la escuela de arte, la novia gótica de tu primo, o la que se sienta delante tuya en la biblioteca.
Siempre tienes tu, o tus, favoritas. Una te recuerda a tu madre, otra a tu hermana, otra a aquella novia con la que la cosa no acabó de llegar a nada un verano, pero a la que aun no has conseguido olvidar.
A una camwhore no te la quieres follar bestialmente y en todas las posiciones. A una camwhore la quieres abrazar, quieres dormir con ella, quieres darle pellizcos en el culo, comprarle tangas con dibujos graciosos, e incluso algún día llegar a enseñarle el porno escondido en tu disco duro, en una carpeta con nombre extraño y a la vez insignificante. Sus ojos, tras las gafas que sólo se pone para leer de cerca, recorrerán la pantalla, te mirará y te sonreirá con vehemencia. Por fin.